Escribo este texto para animar a la gente a que coja la bici. Lo que yo hago ahora, antes me parecía una locura. Ahora la locura es no hacerlo... Nunca he sido deportista; no entiendo que la gente disfrute yendo a un gimnasio o corriendo sin ir a ningún sitio. A regañadientes, ahora reconozco que todas esas zarandajas de las endorfinas que genera el cerebro con la actividad física sean ciertas, pero ojo, yo la bici no la uso por deporte, la uso para moverme. Y para moverme de la forma más eficaz, ahora sí que lo digo convencido. Bueno, y a este paso me acabo animando a una ruta de las del blog, que salir al campo siempre me ha gustado.
Aprendí tarde a montar bici, con más de doce años, yo creo. Con una BH naranja de mi hermana. Estuve un tiempo cogiéndola con ruedines y todo. Un tipo de doce añazos con ruedines, la vergüenza de la mocedad en el pueblo... y encima ya entonces debía parecer mayor que mi hermana, que me saca seis años... Luego mis padres me regalaron una ‘mountain bike’, una GAC modelo “Tucán”, colores fosforito por doquier además, muy noventas todo. Un hierraco con tres platos y seis piñones que a mi me parecía el colmo de la tecnología. Creo que me costó varias semanas entender lo de los cambios...

En primavera del año pasado me traje la bici del pueblo. Llevaría unos quince años cogiendo polvo debajo de las escaleras de las cuadras. Y la última vez que la usé allí, me llevé pegados en el cuerpo unos quince metros de asfalto. Todavía recuerdo a la cabrona de mi hermana con la botella de alcohol en la mano cuando llegué a casa, después de arrastrar la bici durante seis kilómetros (la rueda delantera se había torcido completamente). No puedo decir que le cogiese manía, pero sí un poco de respeto... bueno, digámoslo claro, miedo. Después de aquello me la traje una temporada a Madrid y fui un par de veces con mi vecino desde el barrio hasta el Retiro. Íbamos por detrás de Moratalaz, por donde luego hicieron la ampliación de O’Donnell. Hasta que un día en el Pueblo de Vallecas “atropellé” a un coche por no parar a tiempo en un semáforo. Después de aquello, el hierro se quedó un tiempo cogiendo polvo en el cuarto de las bicis del bloque de mis padres, hasta que me la volví a llevar a su hueco debajo de la escalera. Allí al menos vivía más tranquila.
Pero hace un año pensé que ya era hora de darle otra oportunidad.
Aprendí tarde a montar bici, con más de doce años, yo creo. Con una BH naranja de mi hermana. Estuve un tiempo cogiéndola con ruedines y todo. Un tipo de doce añazos con ruedines, la vergüenza de la mocedad en el pueblo... y encima ya entonces debía parecer mayor que mi hermana, que me saca seis años... Luego mis padres me regalaron una ‘mountain bike’, una GAC modelo “Tucán”, colores fosforito por doquier además, muy noventas todo. Un hierraco con tres platos y seis piñones que a mi me parecía el colmo de la tecnología. Creo que me costó varias semanas entender lo de los cambios...
En primavera del año pasado me traje la bici del pueblo. Llevaría unos quince años cogiendo polvo debajo de las escaleras de las cuadras. Y la última vez que la usé allí, me llevé pegados en el cuerpo unos quince metros de asfalto. Todavía recuerdo a la cabrona de mi hermana con la botella de alcohol en la mano cuando llegué a casa, después de arrastrar la bici durante seis kilómetros (la rueda delantera se había torcido completamente). No puedo decir que le cogiese manía, pero sí un poco de respeto... bueno, digámoslo claro, miedo. Después de aquello me la traje una temporada a Madrid y fui un par de veces con mi vecino desde el barrio hasta el Retiro. Íbamos por detrás de Moratalaz, por donde luego hicieron la ampliación de O’Donnell. Hasta que un día en el Pueblo de Vallecas “atropellé” a un coche por no parar a tiempo en un semáforo. Después de aquello, el hierro se quedó un tiempo cogiendo polvo en el cuarto de las bicis del bloque de mis padres, hasta que me la volví a llevar a su hueco debajo de la escalera. Allí al menos vivía más tranquila.
Pero hace un año pensé que ya era hora de darle otra oportunidad.