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lunes, 16 de junio de 2025

Viaje (Cicloturista) a la Alcarria y la sierra de Guadalajara. El Paraiso (perdido) re-encontrado

«El viajero baja el último; lo que tiene que hacer, 

se hace lo mismo un cuarto de hora antes que después. 

También se puede dejar sin hacer; no pasa nada».

        Camilo José Cela


Con frecuencia el viajero inicia un viaje cargado de mucho más que lo que sus alforjas contienen, pues no es solo la intendencia (ropas, repuestos, herramienta) lo que carga su montura. El viajero lo sabe, sabe que pesan siempre más las incertidumbres y los achaques  del cuerpo que los numerosos "porsiacasos" que  carga en el  zurrón aún cuando son muchos los viajes que atesora. Pesa más la pereza que las herramientas que porta para arreglar un eventual fallo de su montura y, sobre todo, pesa más la inercia que todo lo demás.  



Y sin embargo, el viajero sabe, porque lo sabe,  que su destino es viajar, que  no hay que buscar un fin a ese destino pues, el camino (Camino que el viajero con frecuencia se obstina en escribir con "C" mayúscula) es el Fin mismo, el FIN único de todo. Pues  el viajero, no siempre tiene en su ruta un lugar al que llegar, sino, que, a menudo, huyendo de la prisa, camina en círculos, cual si buscara, quizá, ese tesoro que  es encontrarse a sí mismo. Y cuanto mejor es ese divagar cuando éste se hace en compañía. Pues esta vez, el viajero (y sus miedos) encontraron con quien partir, al final de la jornada, unas tajadas de pan y unas cervezas. Habríamos  por tanto, quizá de hablar de los viajeros, pero el viajero se avergüenza, de poner en otros lo que son sus sentimientos y solo los suyos. Siempre es el viajar algo solitario, pues en palabras de Proust "El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos." y por más que el viajero lo haga siempre en compañía de alguien, son sus ojos, redivivos, los que con cada nueva ruta descubren algo y le redimen de aquellos miedos  y cuitas con las que  salió.

Así pues, decíamos, que aun cuando sea el viajero quien cuenta en primera persona su rodar, son dos los compañeros que le acompañan. El inefable Fernando, a quien bien podríamos llamar el fotógrafo por su habilidad para captar la magia de los lugares que visitamos, y el lúcido Ezequiel, quien en su día supo dar al viajero mejor que nadie su  verdadero nombre: Timonel. Es esa historia del pasado, pero  los que gustamos de las letras sabemos la importancia que  tiene encontrar el verdadero nombre para las cosas. 


Y con esta "Santa Compaña", con este grupo de locos inmaculados, sabe el viajero que cualquier destino será  alcanzable. Pues no hay avería que Fernando no pueda arreglar, y no hay problema que Ezequiel no sepa relativizar. Sabe el viajero que necesitará esas dos  habilidades (sobre todo la segunda), para capear los momentos en los que el camino habrá de ponerle.  Pues lejos de épicas conquistas del pasado, ésta  vez sale de casa con el cuerpo maltrecho y el alma encogida. Pero con el germen, la semilla apenas, del deseo de rodar de nuevo. La  necesidad  de que todo  vuelva a su ser, de superar pereza y miedo,  vértigo al dolor y alcanzar ese paraíso  perdido que fue, que es, la emoción compartida ante los paisajes. Y sabedor de que su cuerpo no es ya el que antaño atacara retos por tierras cántabras o iniciase Caminos de etapas épicas, es preciso re-encontrar en la emoción, el  origen la fuente (cuántas fuentes en este camino) del ánimo por viajar, por preparar, como quien prepara un regalo para la persona amada, una ruta que estará plagada de buenas venturas. Es así que nace, de ese germen de ilusión, esta ruta, sencilla, por la Alcarria, sí, pero que se elevará hasta internarse en la Sierra de Guadalajara, de valle en valle, de alcarria en alcarria, cruzando cañones y para acabar siguiendo los pasos de VictorSJG siguiendo las hoces del Jarama. Con la idea, imprescindible de que fuera una ruta sencilla, disfrutona, en la que  poder hablar y callar. En la que reír junto a sus compañeros, sabiendo que si el cuerpo se diera la vuelta, existiera la posibilidad fácil de retornar a su hogar. Una red de seguridad que necesitaba tener a la vista, hoy lo sabe, más para superar el miedo a  no tenerla que  por una verdadera posibilidad de caer.

Esta ruta nacerá  con cuatro  etapas, y como excusa para volver a rodar juntos. Y acabó siendo bálsamo de fierabrás para las  almas atormentadas que forman este trío.  Se ve  que  lo necesitábamos.

He aquí el resumen


  1. Guadalajara - Brihuega
  2. Brihuega - Sigüenza
  3. Sigüenza-Tamajón
  4. Tamajón-Guadalajara 

Etapa 1. Guadalajara-Brihuega. 

El barro no es un caballo,
un caballo hermoso, entero.
El barro es un buey muy grande,
pero ciego.
Tengo manchadas las manos
de ese barro sucio, espeso.
Mis horas son como un árbol
que está caído en el suelo.
Aquí está el barro, parece
que me resbala por dentro.
¡Barro, barro es todo, barro,
desde la tierra hasta el cielo!
José Suarez Carreño


Es temprano, pero  sin excesos. No hay necesidad de madrugar  cuando los viajeros cuentan con una etapa  corta. Es  mejor, al contrario, tomarlo con calma.  Dejar despertar las viejas rutinas: El tren, nos lleva, como si  fuera un sábado cualquiera (es jueves, en realidad) hasta Guadalajara. Y aunque el viajero se ve tentado de arrancar con un tranquilo café  antes de pedalear, los pronósticos del  tiempo le hacen cambiar de idea. 
Pues parece que la lluvia, poco agradable para el rodar en general, nos va a dificultar el camino a mitad de mañana, o ese es el pronóstico, así  que decide, junto a sus compañeros, que  es mejor arrancar, bajo un suave chispear, con la esperanza de llegar a  Lupiana antes de que  la tormenta se haga  difícil de manejar. Busca el trío el valle del Ungría, más antes de  llegar allí, es necesario salir de Guadalajara, y subir un cerro que  ha de conducirles a Iriepal.  


Sin embargo, el desnivel será pronto el  menor de sus problemas. Pues el barro, ese que más valiera para  frasca de vino o botijo de agua que para moldear  espíritus, va a frenarles. Frenar, no es la palabra, sino más bien bloquear, pues un muro  inexpugnable se atenaza en las ruedas  de su bicicleta. Pronto es más el peso de cada rueda que el de la bicicleta misma, al punto de que ni  a cuestas puede el viajero alzarla, y se ve obligado, ya en los últimos metros, a arrastrar el  mazacote de fango, y hierro en que el  ciclo se ha convertido. Siéntese, piensa, como los bueyes que antaño trabajaban estos campos, rompiendo con el arado la tierra. La misma suerte  corren sus  compañeros, e incluso Fernando rompe la  patilla al  intentar pedalear contra el bloqueo que  barro, y piedras imponen no solo a as ruedas, sino también a  cadena, roldanas y cambio. Y siente el viajero la deuda del que preparó el  recorrido con prisa, más pensando  en que éste fuera bello que seguro, pues bien conoce el viajero  que éstas zonas tienen ese peligro en temporadas lluviosas.  Y si bien no ha llovido  hoy, son más de dos meses los que  lleva descargando sin parar.



Se siente atenazado  el viajero por  este inconveniente, pero sobre todo por la responsabilidad. A  duras penas  llega el grupo a Iriepal, con las tres bicicletas averiadas, y encuentran  una  fuente donde  poder limpiar las bicicletas del mucho barro acumulado. Prácticamente  media hora les  lleva ésta tarea, pasada la  cual, una  subida ha de llevarles  por el  camino hasta coronar esta alcarria. Desde allí llano primero y bajada después entre trigales  son el camino a Lupiana. Lupiana que  nunca será, o no esta  vez. Pues de nuevo, el barro hace presa del grupo. Son apenas dos kilómetros y sabe el viajero  que desde allí, todo  será fácil. Pero en apenas  150 metros las ruedas vuelven a ser  inservibles. Buscamos pues cómo llegar  a una carretera cuanto antes  por los caminos más seguros  posibles.  Y toca desandar el camino. Hacen los viajeros un kilómetro, más andando que sobre la bicicleta hasta llegar a la GU-905. Ya sobre el asfalto, pero con las transmisiones y los ánimos  muy maltrechos, consigue el grupo avanzar, para, por fin, descender hasta Centenera. No hubo épica ésta vez, si bien, la bajada a Centenera la  tomamos con más  precaución de la habitual, porque las ruedas aun tenían una gruesa capa  de barro que matizaba el agarre. Y el pavor al barro nos  perseguirá el resto del viaje, como una antigua derrota persigue al guerrero, mucho más allá de la derrota misma, y cada charco, cada zona más húmeda de lo normal hará  que  el viajero eche pie a tierra por temor a volver a la infame pesadilla.


Llegamos, decía a Centenera, cuyo nombre evoca al viajero correrías por Soria con Ezequiel, de esas que  nunca podrán contarse sin una cerveza en la mano, y encontramos en su bar, y el bonito lavadero el refugio que  necesita nuestro espíritu. Unas raciones, unas cervezas, y limpieza para  nuestras bicicletas  y todo se ve algo mejor, siempre  eso sí, con a incertidumbre que  qué pueda pasar en cualesquier tramo  de tierra que nos quede por recorrer. Es  excelente el trato  que  nos dan en Centenera, y muy generosas las raciones.  Exquisita la oreja y nos quedaron las ganas de haber podido probar los torreznos, que dicen son buenos.

Saldrá de allí el  viajero con mejor ánimo, y ya tranquilo, pues sus compañeros, lejos  de  reprochar  la  infame elección del recorrido, disfrutan del momento. Poco nos preocupa la prisa o la  hora de llegada.  Nos queda más de media ruta pero....¿qué  es eso si  se está  en buena compañía? Si  llegamos  de noche, poco  importa, porque aunque  sea andando, llegaremos. Y pronto verá el viajero que, además  de  ser así, realmente, no se vislumbran más  dificultades en el camino. Al  contrario, como  es  famoso en la Alcarria (al-Qaryat decían los árabes) saldremos de Centenera por un terreno alto de páramos calizos y, pasado Atanzón, tras un buen rato pedaleando entre fértiles trigales  señoreados por el viento, nos encontramos en un fértil valle, el del río Ungría, que recorremos por la carreterilla tranquila   que  une sus pueblos. De Caspueñas a Valdesaz, es un agradable paseo que redime al viajero de padeceres pasados. Desde ahí, una pequeña y suave cuesta que le permite disfrutar del ritmo tranquilo, de los campos verdes y las fuentes desbordadas hasta alcanzar el último llano del día.


 El que nos dejará en Brihuega. Allí nos reciben las palabras del genuino, viajero don Camilo José Cela, que escribiera " Brihuega tiene un color gris azulado, como de humo de cigarro puro. Parece una ciudad antigua, con mucha piedra, con casas bien construidas y árboles corpulentos." . Una vez disfrutadas unas frescas, se acogeran los viajeros en los apartamentos "La reja Dorada", cómodos y prácticos, y tras las abluciones obligadas por el mucho barro del día, saldrán a pasear el pueblo a la luz de la luna y a disfrutar de unas deliciosas hamburguesas. Pues no todo ha de ser penar, y bien ganadas las tienen.



Etapa 2. Brihuega- Sigüenza. 

Cae siete veces. Levántate ocho.
    Proverbio japonés


 

Tras la jornada anterior y el descanso sanador el viajero siente que lo de ayer, ya es cosa del pasado, como tantas otras. No han caido los ánimos de sus compañeros, y guarda, en su certeza el saber de que el final de la ruta del día es camino conocido, pero no por ello menos bello. Así que tras una corta ronda por Brihüega para hacer algunas fotos diurnas, encara el grupo la primera cuesta del día. Es aún la Alcarria, lo que significa que a esa cuesta seguirá un paramo, con fuertes vientos que mecen los trigales. Algún corzo se asoma en la distancia y el rodar se hace animado, pues el día es soleado. No pueden sin embargo nuestros viajeros de sufrir la incertidumbre ante cada charco y zona en el camino, pues saben que un  kilómetro en las condiciones del día anterior pueden arruinar cualquier plan de hacer de la de hoy una etapa tan hermosa como están. Así que se bajan más de lo debido y ruedan con prudencia, avisándose de las zonas susceptibles de ser un peligro. Afortunadamente, hoy esquivan, sí el barro.



 No del todo, pero avanzan y eso es lo importante. El viento sopla en contra pero es casi una bendición pues secó los caminos de las tormentas de ayer, y su suave ulular nos encierra en nuestro pensamientos a la vez que da a los campos de trigo la más bella melodía a cuyo son bailar. Sonríe el viajero, pues son estas sencillas perlas de belleza las que cargan su motor. Corren las nubes en el cielo, y mientras nos adelantan, piensa el viajero en darle gracias al Altísimo que se esconde tras ellas. El mismo que con el dolor le recordó cuan importante es cada instante que se vive, vivido de verdad. Es cosa que sucede al viajero con frecuencia, que esos momentos le hacen recordar a Dios, y dar gracias, no solo por lo bueno, que es mucho y se disfruta, sino también por lo malo, que es el marco, el contexto, en el que lo bueno luce y brilla. 
Y es mientras está en esos pensamientos que asoma la bajada al valle de Ledanca. Y encara el viajero la bajada despacio, como le gusta, pues ese valle, uno más de inusitada belleza es otro remanso en el que descansar los ojos. 
Ledanca

Busca Fernando donde tomar algo, más no podrá ser, no hay bar allí ni en el resto de pueblos de ese valle, delicioso, encajonado en mitad de Guadalajara, ni en Argecilla, tan bello encaramado en la cuesta. Arriba, se detiene el grupo. Descansan, disfrutan. Lo mejor, piensa el viajero, está por llegar. Al final de ese llano de nuevo bajada a  un nuevo valle. Pasamos por Castejón, donde hay fuente, pero no bar nos dicen, así que seguimos a Mandayona, por carretera, pues el track planeado va por la ribera del río, pero no es fiable, y hay que comer. 
Es Mandayona pueblo amable, y puerta del Cañón del río Dulce. Tiene nombre que sabe a medievo y encontramos allí los pasos de don Rodrigo Diaz de Vivar. En el bar, paramos y bien servidos por los posaderos, disfrutamos una tranquila comida, de menú de los de antaño, con su pan, vino y casera, y flan de postre. Gente amable, comprensiva y con la que da gusto tratar.

Con el estómago  lleno el espíritu es otro, y el viajero  entra por fin en el cañón del río Dulce. Es esta experiencia que nunca cansa, y que es el regalo, el viajero lo sabe, que habrá de compensar los sinsabores del día anterior. Apenas entra al barranco, ya empiezan a acompañarle los sones del cantar del río, melodía constante, que es vida, vida corriendo sobre la tierra,  A lo lejos se vislumbran los farallones calizos del cañón pero en primera instancia, entre campos aún de trigo, todo  parece una más de las alcarrias que lleva todo el día  recorriendo. Sin  embargo el viajero avisa,  y el fotógrafo prepara su objetivo, pues conforme  las paredes se acercan  y  se alzan más y más alto, empiezan a vislumbrarse en la  lejanía, las presencias majestuosas de buitres leonados, los más famosos  habitantes del Cañón. 





Cruza el trío por Aragosa, y en su cascada se deleitan un buen rato. Apenas pueden oírse por el estruendo que forma el agua, pues las muchas lluvias de ésta primavera han colmado  hasta  el límite el cauce del otrora arroyo y que ahora es una explosión de vida.  Disfrutan los viajeros de éste momento, como tantos, difícil de repetir, pues si bien el río siempre estará ahí para nosotros, no es habitual que lo haga de esta forma, y, al fin y al cabo, nunca estas aguas volverán a recorrerlo. Las calles de Aragosa, estrechas y empinadas son el último atisbo de civilización, antes de  internarse el viajero en lo más recóndito del cañón. Allí sí, el fotógrafo que le acompaña, hará sus delicias capturando los innumerables buitres que habrán de sobrevolarnos. Es éste espectáculo  singular,  majestuosos animales de interminables alas que movidos apenas por las térmicas del viento, juegan con el aire.



Se cierra aquí el camino, y se hace poco más que un sendero que el viajero  puede  disfrutar, si sabe como hacerlo. Nuestro modo es rodar tranquilos, y si bien la senda, estrecha y revirada parece pedir acelerar el paso, preferimos tomarlo con calma, parar aquí y allá y dejarnos fluir, como el agua por el río, por este sendero inolvidable. Son innumerables las pardas que ha de hacer el grupo, aquí y allá, a fotografiar el camino, los buitres, las cascadas, pues vive el ser humano con el ánimo constante de capturar el momento, esos momentos de felicidad, esos  fulgores de belleza inusitada. Algo, por otro lado imposible. Más esos instantes no se perderán en su recuerdo si el viajero sabe guardarlos, saborearlos despacio, y  con consciencia de ello. Es así que llegamos a la Cabrera, y allí, tras cruzar el puente de Carlos  III, sigue la senda, ahora más emboscada, más estrecha y  entre un bosque de ribera que es pura vida. Tiene esto la bicicleta, que son muchas y variadas las maneras de disfrutar de los caminos y no todo queda a la belleza del paisaje como para los que los pasean, sino también al disfrute de dejar rodar las ruedas aquí y allá por la trazada buena, esa que evita las rocas y raíces (raices y  alas) y te lleva adelante. 
Ve el viajero asomarse el  Castillo de Pelegrina a lo lejos, cuasi fantasmal con sus muros derruidos elevadas las torres hacia el cielo en lo alto de un monte, y no puede dejar de sentir  cierta pena, pues sabe que es éste el final del sendero, de ese camino de la Vida que  recorre. 



Han sido unas horas de absoluto disfrute y sus acompañantes lo atestiguan. Será el colofón una cerveza tranquila en Pelegrina, con que saborear de nuevo lo vivido, y, luego, tras subir la cuesta, una parada en el mirador del Río Dulce, para, una vez más llenar las pupilas con ese paisaje mágico.


Llegados arriba, toman los viajeros la carretera, esa que ha de llevarles hasta Sigüenza, la ciudad del Doncel. Y aunque  se hace tarde, ruedan tranquilos, casi  en un sueño, que mezcla  el dorado de esa luz del atardecer, con el verde de los campos en esta primavera inusitada. Es llegando a Sigüenza que ven a lo lejos un ciervo, grácil, dando saltos. Y eso les tiene entretenidos un rato mientras lo ven primero alejarse y  luego intentando seguir sus pasos más allá. Es la última parada antes de dejarse caer, pues Sigüenza está en un valle y acercarse al albergue, donde bien nos reciben con cobijo, ducha y descanso para el cuerpo y las bicicletas. Pasearán un rato los tres en busca de lugar donde calmar el hambre, que es mucha, y encuentran en la plaza su respuesta. Chuletón, entrecot y un bacalao, harán las delicias, con un buen vino. Hoy sí, siente el viajero, su cuerpo aunque  dolorido, vuelve a ser la herramienta capaz de éstos disfrutes, pues pesa más en la balanza del alma, la belleza  del paisaje que  los dolores que  le  afligen. Y es así que encuentra el sueño, más liviano, pues mañana, le espera, y lo sabe, el día  que  a priori ha de ser el más largo en su rodar.


 

Etapa 3. Sigüenza- Tamajón.

No te rindas que la vida es eso,
continuar el viaje,
perseguir tus sueños,
    Mario Benedetti




El viajero concibe los viajes como  una novela. Con su introducción, su nudo o desarrollo y el climax o desenlace. Y dentro  de cada  ruta sucede lo mismo. Existe ese momento en el que todo  se complica y aquel otro en el que  sabes que  llegarás, que la historia  está  por desmarañarse y que el  final, bueno o malo está próximo.


El de  hoy, el viajero así lo pensó, ha de ser el día del  nudo, el  que ha de decidir futuros viajes, o, hoy lo  sabe, como han de ser. Esperan a los  viajeros casi  80  kilómetros, y, lo que  es peor en la  mente de viajero, ninguna alternativa que mermita acortarlos. Es pues casi obligado madrugar, ya se dice que a quien madruga Dios le ayuda. Y, en previsión de los pocos pueblos y sobre todo, pequeños que  han de atravesar, se proveen los viajeros de alimentos con los que llegado  el caso, poder matar el  hambre de una jornada que se atisba larga. Salen los viajeros cara  al cielo, cuesta  arriba, no puede ser de otro modo estando  Sigüenza en un hoyo.  La primera parada será Palazuelos. Es ésta, antigua ciudad medieval, bellamente amurallada, y parte del  antiguo señorío de los Mendoza que construyeran en ella  un pequeño castillo palacio, hoy hotel. Estuvo Palazuelos abandonado  tras los  destrozos de la  Guerra civil y  hoy, vuelta a la vida, brilla con sus  calles empedradas  y su fuente de los  12 caños.


 Paran los  viajeros a charlar con un paisano que  les cuenta la  dureza de los  inviernos y otras cosas. De Palazuelos  no obstante, tienen que salir los viajeros, nuevamente  por  una subida que les permite apreciar aún mejor la belleza del enclavamiento y se internan en una dehesa. Ha cambiado el  paisaje que ya no es  tanto  de alcarrias pero que se mantiene  en un continuo subir y  bajar.
Y es ahí que en una rápida bajada, llegan al Embalse de Atance. 








Enmarcado por los campos floridos y colmados  de primavera, se hace aun  mayor su  brillo. Bordear la  cabecera y siguen ruta, paralelos al río Salado hasta Huermeces. Aquí ha de empezar la parte  más divertida, pero también la más dura  de la ruta, pues la salida de Huermeces es por un estrecho barranco, en el que  los viajeros cruzaran en varias ocasiones el arroyo que lo forma, siempre  en constante subida. Subida de esas que  divertidas, invitan a buscar el rumbo, la trazada donde poder mantener el ciclo en pie y los pies en los pedales. No obstante, el camino se empina y en apenas unos metros hasta pendientes imposibles. El viajero sabe, porque así se lo dice el navegador que lo que resta es casi un kilómetro sin descanso, pero, en un atisbo de locura decide seguir. No tardarán en echar pie a tierra sus compañeros, más entre bromas al principio, y consciente de estar desperdiciando una energía que luego necesitará, sigue adelante. Una curva más, solo una más, antes de ver que lejos de aflojar, se vuelve aun más difícil, y otra curva más, y es aun peor. Pero el terreno, fuera de la pendiente y de la grava algo suelta del camino permite seguir. Estrujándose los maltrechos riñones y apretando el cuerpo entero en escorzo que habilite el siguiente zapatazo y rezando porque las ruedas en una de estas derrapen y acaben con la agonía. Pero agotado, lo consigue, no tanto porque quiere, sino porque puede, en un homenaje personal a tiempos pasados. Es así la vida del viajero, una sucesión de desafíos, que sabe, no debiera haber acometido, pues las marcas en su cuerpo, ahí están, cicatrices de heridas, de batallas que quizá podrían haberse evitado, pero que también, por haberse luchado, hoy pueden contarse, y ser parte del relato. 



Eso es precisamente lo que llegados arriba atestiguan Ezequiel y Fernando, que esta subida debiera de evitarse en futuribles rutas, pues con alforjas e incluso andando se hace difícil para empujar.
Quedará esa alternativa para los que quieran seguir nuestras rodadas, y el dolor de piernas en las del viajero, no para el resto del día, sino de la semana.

Una ve arriba, y tras un breve descanso la ruta continua hasta Negredo, donde una lugareña nos aconseja el merendero local para descansar a la sombra y prepararnos los bocadillos que nuestros cuerpos hace ya rato que exigen. Bien comidos la ruta sigue. En Medranda cruzamos el río Cañamares y subimos hasta La Toba. Allí tendremos que arreglas sendas averías, en el cambio de Ezequiel y un falso pinchazo en mi rueda, mientras aprovechamos para tomar las primeras y  merecidas cervezas del día y charlar  con una joven, ávida lectora a quien recomendamos nuevas lecturas.
Desde ahí, la seguridad  de la carretera  nos lleva al Embalse del Alcorlo. De nuevo, el reflejo de la luz hace su magia, y  nos eleva a las alturas, al brillo del sol caído a la tierra. Y de nuevo, recuperamos la sonrisa y la fe, pues aunque son muchos los kilómetros que quedan, el disfrute los alivia. 




Es pasear junto al embalse  (pues no puede el viajero, sino obligatoriamente, acompasar el paso a la paz que le transmite) algo que recarga las pilas. Aun hay que  subir a Veguillas antes de salir de nuevo de la carretera en un atajo que lleva, por lo que  bautizamos como una "corredoira gallega" a Monasterio.

Pueblo pequeño y escondido en un precioso  y sombrío bosque. Cambia el paisaje tras el embalse y se atisban a lo lejos montañas. Pasamos Arbancón y, seguimos ya siempre por carretera por el Parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara. Se suceden ahora cuestas, de mayor entidad, pero por asfalto, en carretera de montaña, con curvas en las que mirar atrás y disfrutar de lo vivido (subido), entre pinares y oyendo el constante rugir del agua del río Sorbe. Lo cruzamos a la altura de Muriel y vuelta a subir, ahora hacia Tamajón. Pesan ya los kilómetros en los tres. Y se arrepiente el viajero del fútil esfuerzo de la cuesta de marras a cada paso. Pero poco queda, y los pinares de montaña que acogen como un hogar conocido al viajero, anuncian ya lo que tendremos mañana. Tierras de Serranía, ríos y cascadas. Vida al fin, que disfrutar con una buena comida, bebida y amigos.


Etapa 3. Tamajón- Guadalajara.


Aún te veo, río de mi vida,
con los ojos que miran las montañas.
Yo era una montaña con almendros
montaña solitaria.
Y viniste alegre con tu canto
y me besaste toda con tu agua.
Gloria Fuertes 



Gusta el viajero de las rutas que llama con "final feliz", atendiendo por aquellas que  generalmente, acaban cuesta  abajo, lo que permite hacer acopio del disfrute anterior. 
Y esta fue de esas, difícilmente superable. Pues aunque de nuevo, ayer aparecieran los dolores en el cuerpo (sin duda, en pago a la osadía de la subida de Huermeces) sabe el viajero que hoy sí hay alternativas que llegado el caso, permitirían acortar el regreso y final de viaje. Pero se niega el viajero a partir de la premisa de buscar la ruta más corta que le lleve al destino final. Pues desconocida la ruta, aunque copiada en muchos tramos del conocido VictorSJG, promete disfrute. Así que acodados en el desayuno se proponen los compañeros seguir la ruta cuanto sea posible, garantizando eso sí, el llegar con tiempo a la capital alcarreña. 


Tanto es así que lejos de dirigir su rodar hacia el sur, salen de Tamajón en dirección contraria, al Norte , para ver lo que llaman la "ciudad Encantada", conjunto natural de piedras de imponente porte. Pasado ese conjunto dejan la carreterilla para salir, por fin a un sendero. Sendero delicioso de roca en roca y por una dehesa plagada aquí y allá de jaras florecidas, que recordarán al viajero cuanto hace que no sube a la Jarosa en su sazón.



Serán casi 10 km de sendero continuo, divertido  y entre un bonito bosque los que, en suave descenso nos lleven a Retiendas.  Allí tomarán os viajeros el desvío que  les permita asomarse al hoy abandonado Monasterio de Santa María de Bonabal.
Poco después  cruzamos el Jarama, en busca de cuyas hoces van los viajeros. Pero no antes de subir hasta Tortuero, con su bonito puente medieval, y disfrutar de un descanso, unas frescas y  unos torreznos. Lo que llevamos de ruta ha sido hermoso y lento, como son los senderos  cuando  son tan bellos que tienes que sacar la cámara para tratar de capturarlos. Pero  aún nos atrevemos a seguir la ruta, y no  puede haber mayor acierto. 



Pues salidos de Tortuero por su camposanto, empiezan las llamadas hoces del Jarama. De nuevo, una senda, poco más estrecha que las ruedas, en la que, abajo, a  decenas de metros  corre  el  agua, encajonada entre las paredes a las que la senda se asoma. Recuerda esta senda tramos cerca de Magaña, en tierras de Soria que  el viajero conoce bien. Y, si bien  es preciso afinar la precaución y rodar con cautela pues un error  podría dar con nuestros huesos en el fondo del valle, el lugar  es bellísimo  y el disfrute máximo. De nuevo asoma un corzo trepando las inverosímiles paredes hasta escapar de nuestra vista y  los viajeros vuelven a la dicha infantil de pasarlo bien sin pensar en nada. 
Es  mejor  así,  pues, el momento  es  para  vivirlo  y  disfrutarlo, no para cavilaciones y  cuitas.



Acaba el sendero, que no es sino la vía excavada en la  roca para dar servicio a un embalse  cercano al  que el cañón en que vivimos sirve de aliviadero, en a carretera, y ahí bajamos, siempre paralelos al  Jarama, aún unos 10 kilómetros. Ahora sí, cunden los kilómetros, pero toca cambiar el rumbo. Pues el Jarama  sigue hacia Torrelaguna y  Madrid, y  nosotros queremos volver a Guadalajara. Toca volver a la Alcarria y las alcarrias. Por carretera subimos al siguiente llano, y dejando a derecha Casa de Uceda, continua  el rodar por una interminable recta, que cruza Villaseca de Uceda y llegan los viajeros a Viñuelas. Allí, según lo previsto por el plan de ruta, y aunque tarde, encuentran un bar. Se hace imprescindible a estas alturas reponer fuerzas y líquidos, pues son ya muchos  los kilómetros desde que dejaran Tortuero y  con él la sombra, y aunque el rodar por asfalto  hace  que avancen, es pesado y menos agradable, máxime cuando el  viento constante sopla en contra. Algo que  no obstante, los viajeros toman como una bendición, pues les libra, hasta cierto punto del calor que  ya arrecia, aún en ésta época del año.



Saciados pues, y bien alimentados, tomaran camino, que paralelo al llamado arroyo Torote y siempre en bajada llevará hasta Galápagos. Apenas lo bordean, porque aun guardan fuerzas y llega la subida, última del día, pero  por una pista que es comoda al rodar, por  ser  de uso  vecinal para acercarse a la cercana piscina  y un picadero. Con lo que solo el calor y la pendiente se oponen (y no poco) a que el grupo llegue a destino. Es ya el rodar de los  viajeros calmado. Sueñan eso sí, con llegar sin más contratiempos, temiendo  la aparición del barro en cualquier  lugar que impida una  tranquila llegada a destino. Tras reponer agua en Usanos, seguiran por pista, incomoda  ésta, pese  a  se descendente por el incómodo rizado que  con frecuencia se encuentra en zonas de mucho tránsito, así como por la grava depositada en el piso por los  dueños de fincas. Sufre el viajero en estos últimos estertores de la ruta más de lo debido, y hoy se arrepiente de no haber seguido carretera hasta Marchamalo.


 Cruza el grupo esta localidad, buscando eso sí, donde lavar las monturas, por si  fuera  posible  viajar con ellas  a Madrid sin más recuerdos del primer  día que los grabados en la memoria. Y ya lo habían dado por imposible cuando llegados a Guadalajara, encuentran lo que  buscan en una gasolinera apenas a 100 metros de a estación. Es pues misión cumplida, tanto más cuando los últimos 20 kilómetros  fueron fáciles y en bajada, sin más dificultad que el maldito  rizado y el calor, que bien pueden curar, como así hacen, unas cervezas  antes de subir al tren.

Epílogo:

El viajero, que sale siempre  en busca  de algo y encuentra, ya  lo decía Proust otros  ojos. Salía esta  vez  buscando el probarse, para  futuros  retos, y  encontró también la "pulsión" por contar, de nuevo sus aventuras. Bien conoce que  éste estilo, no es el suyo, más convendrá el lector  que  las tierras recorridas merecían un homenaje, guiño literario, a  quien les diera  fama en su "Viaje a la Alcarria". Encontraron los tres miembros de este grupo algo más de lo que aquí se cuenta. Mucho más que paisajes, y comida y bebida en compañía. El  mismo viajero, el  ritmo, la manera que  le llevará adonde aún quiere  ir. Y el sentido a  los padeceres  del cuerpo. Dejo a mis compañeros que  digan qué encontraron ellos.
El viaje en sí, creo poder decir, fue un acierto, y así ellos me lo confirman. Pues lo único  que insisten debiera  evitarse es la famosa cuesta que  si bien es 100% ciclable, cargado con alforjas, no negaré  que es prescindible. Así pues, vayan por  delante, tanto una alternativa para evitarlas, como la ruta que debiera haber sido, el primer día, si el barro no lo hubiera impedido.
Son muchas las joyas que esconde la vecina Guadalajara, y, si bien no tan accesible en trenes como nuestro Madrid, está a tiro de piedra para rutas como esta, de sencilla logística, dureza media, y belleza imprescindible. Nada mejor  para un puente, o fin de semana largo. 



No puede por menos el viajero que  despedirse con un sentido agradecimiento a los que  estuvieron ahí, sonriendo contra el barro, acompañando pacientes en los momentos de dolor, y aceptando, en un caso una ruta muy por debajo de sus posibilidades, y en el otro algo por encima. Los que se atrevieron a ser parte  de este nuevo, y  ciclable, viaje a la  Alcarria. 

A mis queridos "fotógrafo" y "pibe", GRACIAS SIEMPRE. Como dice Eze (rey de llamar a las cosas por SU nombre), ¡os quiero incondicionalmente!





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