
Conocí la plaza de Tiananmen poseída por un enjambre de bicicletas.
"Nunca menos de cuatro o cinco mil a cualquier hora del día", me dijeron entonces. Fue poco antes de que aquel manifestante pasara a la historia encarándose a uno de los tanques que reprimía las protestas en la plaza más grande del mundo. En aquellos tiempos
Pekín se movía a pedales y a los occidentales, tan preocupados por el tráfico en las ciudades, lo de las bicis nos parecía envidiable.
Allí el coche ha pasado de ser una rara avis reservada para emergencias y comitivas oficiales a provocar colapsos circulatorios. Las bicicletas han ido perdiendo terreno y llevan camino de convertirse en un medio de transporte casi marginal. China tenía hambre de coche y su piel asfáltica lo ha supeditado todo a ese gran símbolo del desarrollismo en el que está embarcada. Justo a la inversa que en la
mayoría de urbes europeas, donde tratan de fomentar la bicicleta como una alternativa limpia y saludable de movilidad. Algunas pequeñas ciudades lo han logrado, sobre todo aquellas donde los desplazamientos cotidianos pueden resolverse con 10 o 15 minutos de pedaleo.