Fuencis nos cuenta su vivencia del Soplao
La semana pasada iniciamos una serie dentro de Ciclismo en Femenino de los relatos de algunas de nuestras participantes en el Soplao. Anita nos contó su vivencia del primer Soplao (Si emociona pensarlo, imagínate hacerlo), haciéndonos recordar que no es un camino de rosas, pero lo que se disfruta cuando consigues tu objetivo. Y que bien merece la pena. Hoy traemos las vivencias de Fuencis, que tiró de espontaneidad, y pocas semanas antes del Soplao decidió apuntarse. La vivencia de Fuencis nos hace ver que no todo tiene porqué ser positivo, y porqué tiene tanto mérito llegar hasta el final, porque siempre puede haber malas pasadas casuales, que te dejen fuera de carrera por una auténtica tontería. Fuencis les cuenta en primera persona a los enbiciados cómo fue su búsqueda de la ruta bronce, y cómo fue la decepción de una mala indicación. Y aún así, cómo eso no empaña un gran fin de semana.
Escribo esta crónica con la
alegría de haber hecho una ruta espectacular y con el amargo feeling de no
haber terminado la ruta bronce, a la que me fui animando desde la propia
carrera, a medida que os veía desaparecer entre la marabunta, (la última en
adelantar fue Lulú, y allá que iba ella tan pancha) a medida que la gente
animaba, a medida que veía que podía, a medida que seguía la rueda de
K-li, su determinación, a medida que
levantaba la cabeza y me veía cada vez más en lo alto. Esa sensación es
potente, oxigenante.
Las fotos se quedaron en la
retina, porque el móvil no me cargó la noche anterior y tenía que dosificar, y
ya sabéis que me paro a fotografiar cada curva, cada flor, cada vista que me
inspira. La inspiración era llegar más y más alto.
Ya nos íbamos quedando pocos en
la subida, K-li y yo íbamos reconociendo el terreno del que tanto nos habíais
hablado, ya nada parecido porque no estaba ni la señora de las gominolas en la
lograda curva, pero a cambio nada nos estorbaba de disfrutar una panorámica
impresionante de toda la sierra recorrida, Sierra del Escudo de Cabuérniga.
Pasadas las cuevas del Soplao,
empezamos esa bajada de color rojizo recuerdo, (¿la Herrería?, también soy
pésima con los nombres) que no te permite levantar la mirada porque es un poco
endemoniada, y yo veía que los pocos que quedaban en la retaguardia iban
andando y sujetando la bici, pero K-li no estaba entre ellos y quería ir a su
vera.
Llegamos al deseado puesto de
avituallamiento, ¡mataba por una pieza de fruta!, os comisteis todo, canallas,
¡ni un mísero plátano! Y aún nos dice la chica que atendía que qué esperábamos,
que los primeros habían pasado a las 9.30. Me salía a mí como un – “¿y…? ¿qué?,
nosotras llegamos ahora”. Y K-li casi mata cuando uno de los voluntarios
insistía en lo difícil y duro que era lo que teníamos por delante (que lo
cuente ella), así que decide tirar antes de cometer un delito y/o crimen y yo
la sigo tras una parada técnica, un par de bocadillos de nocilla, un buen trago
de aquarius y una bebida de esas azules (aún tengo la mitad).
Consigo ver a K-li un buen rato
después en lo alto de una carreterita de curvas interminables, que me
resultaron hasta cómicas.
Para compensar al voluntario
pesadito del avituallamiento, la ambulancia se puso a mi vera en un tramo de
carretera para preguntarme qué tal iba y que qué pensaba hacer. Les digo
resuelta que terminar la primera etapa y me sorprenden con sus ánimos: “muy
bien, vas muy bien de tiempo”. Pues, ¡hala¡, sonrisa y piñón grande.
El Monte Aá no me dejó
indiferente, no. No sólo por sus empinadas cuestas. Avisada estaba, bendije
cada una de las últimas salidas con vosotros. La vista desde arriba es
impresionante y esa neblina que nos acompañaba por la mañana se fue diluyendo
por un potente calor y un sol un poco rabioso (a mí me gusta el calor). Así que
me pasé la mañana, quita chaqueta (subidas), ponte chaqueta (bajadas), abre
cremallera, cierra cremallera. Entretenida. Una paradita en el río Saja, un
cruce y pasaría a mí última cumbre del día, el Moral.
Emprendo animada y decidida,
parece que tenemos un tramo de carretera de nuevo y espero a que paren el
tráfico para poder pasar, me envían carretera abajo y tiro como una bala, al
rato me empiezo a mosquear, mirando
hacia la derecha porque creo que en cualquier momento me tendrían que
desviar. En el horizonte veo otro puesto de control, al que me acerco aliviada,
y aunque me urgen a continuar me paro ante ellos un poco confusa y
desorientada.
-”Sigue recto,
ya no te queda nada”, me insta el agente.
- “¿Nada para
qué?, pregunto perpleja.
- “Para llegar
a Cabezón, 5 km más y estás en meta”.
- “¿Eh?,
¿Cabezón?, si yo voy al Moral”.
- “Nada, nada,
cruza el puente, rápido y sigue la carretera. Venga que ya has llegado, me dice
animoso”, me apunta con la mano a la vez que para el tráfico y me siento
obligada a seguir.
Han sido los 5 km más cabreados
que recuerdo en mi vida de ciclista. Que voy a Cabezón, pero qué hora es, que
yo no quiero ir a Cabezón aún, quiero seguir, me iba repitiendo a la vez que
bajé el ritmo de pedaleo y subía el de mi asombro primero, cabreo y frustación
después y una honda preocupación porque había abandonado a K-li, aunque fuera
inconscientemente.
Así que pasé por meta hacia las
tres de la tarde entre un grupo de gente animosa y alegre de verme llegar. Una
risa disimulada, confusa y picasiana me hubiera dibujado yo.
Tenía batería suficiente en el
móvil para dar mi parte de paso por meta antes de bañar mi rabia en pasta y
cerveza. Y mucha rabia, creedme, ¡Aún me dura! Es ahora cuando me doy cuenta de
la razón que tenéis cuando insistís en que la cabeza es igual de importante que
las piernas.
Así que acabé el Soplao con una
espinita clavada en el corazón y muerta de envidia por los abajo presentes,
incluido el manco que nos hizo la foto: ¡grande David!, yo también os eché de
menos.
Y sobre
todo, ¡GRACIAS¡ a todos y cada uno de vosotros que entre la creencia y el
asombro pensaba yo debería estar no solo en la salida sino también en esta
entrañable foto de familia.
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