Escrito por Natalia Bermejo
En cuanto salió la publicación del reto de esta semana y leí la introducción, se me pusieron los pelos de punta y me pude hacer una idea de cómo iba a ser la ruta. ¿Hacer Madrid-Cuenca en bici?, ¿Yo? Imposible. Ni fue una decisión difícil de tomar ni lo tuve que meditar mucho tiempo, enseguida dije que a esta ruta yo NO iba. Lo tenía más claro que el agua. Y a pesar de que el martes, tanto Antonio como Agus, me intentaran convencer, mi respuesta fue clara y directa: “No creo que vaya a la ruta, por muchas razones. Porque el viernes trabajaba todo el día, porque iba a estar muy cansada y con sueño, porque tendría que estar toda la noche pedaleando, porque nunca había hecho más de 100 kilómetros, porque les iba a retrasar todo el tiempo, porque además sólo había una escapatoria, porque...” Lo primero que pensé fue que estaban locos. En primer lugar, por querer hacer esa ruta de infarto pero, más locos aún, por querer que fuera yo con ellos. ¿Qué necesidad tenían de querer llevar un lastre al que tuvieran que estar esperando todo el camino? Esa pregunta que se me vino a la mente fue lo que realmente me hizo reflexionar y empezar a planteármelo.
Ellos desde un principio confiaron en mí y me dijeron que yo podía llegar hasta Cuenca. Quizá no era más que la imaginación haciéndome cosquillas, pero, por una milésima de segundo, me pareció que Cuenca concentraba su mirada en mí. Pasaban los días, y durante mi tiempo de reflexión acerca de si ir o no a la ruta, volvió a llamar a la puerta de mi conciencia la pregunta que tamborileaba en mi cabeza desde hace un par de días atrás ¿Me embarco en esta aventura? Era una lucha interna entre querer y poder. Poder sabía que no iba a poder, porque físicamente no estaba preparada para afrontar una ruta de estas características (nocturnidad, duración, kilómetros…) pero por otro lado quería. Por dentro me moría de ganas por ir, así que acepté. Aun sabiendo que era una locura. Por qué, por qué, por qué. ¿Por qué había aceptado aquello?, ¿Por qué iba a embarcarme en esa aventura?, ¿Por qué? Seguía sin respuesta. O, al menos, sin una respuesta definida. Tal vez accedí por las molestias que se tomaron conmigo (el detalle de escribirme para que fuera, las facilidades que me brindaron como prestarme un foco o atrasar la hora de salida para que me diera tiempo a llegar al salir del trabajo). O tal vez porque creía que me tenía que dar una oportunidad a mí misma. Lo cierto era que había dicho sí, adelante; con plena conciencia y prometiéndome abordar aquella aventura con determinación y sin dudas, sin recelos, ni inseguridades. ¿Tenía miedo? Sí, todo el miedo del universo aferrado a la boca del estómago. Pero a raya. Domesticado. A mis órdenes.

Ellos desde un principio confiaron en mí y me dijeron que yo podía llegar hasta Cuenca. Quizá no era más que la imaginación haciéndome cosquillas, pero, por una milésima de segundo, me pareció que Cuenca concentraba su mirada en mí. Pasaban los días, y durante mi tiempo de reflexión acerca de si ir o no a la ruta, volvió a llamar a la puerta de mi conciencia la pregunta que tamborileaba en mi cabeza desde hace un par de días atrás ¿Me embarco en esta aventura? Era una lucha interna entre querer y poder. Poder sabía que no iba a poder, porque físicamente no estaba preparada para afrontar una ruta de estas características (nocturnidad, duración, kilómetros…) pero por otro lado quería. Por dentro me moría de ganas por ir, así que acepté. Aun sabiendo que era una locura. Por qué, por qué, por qué. ¿Por qué había aceptado aquello?, ¿Por qué iba a embarcarme en esa aventura?, ¿Por qué? Seguía sin respuesta. O, al menos, sin una respuesta definida. Tal vez accedí por las molestias que se tomaron conmigo (el detalle de escribirme para que fuera, las facilidades que me brindaron como prestarme un foco o atrasar la hora de salida para que me diera tiempo a llegar al salir del trabajo). O tal vez porque creía que me tenía que dar una oportunidad a mí misma. Lo cierto era que había dicho sí, adelante; con plena conciencia y prometiéndome abordar aquella aventura con determinación y sin dudas, sin recelos, ni inseguridades. ¿Tenía miedo? Sí, todo el miedo del universo aferrado a la boca del estómago. Pero a raya. Domesticado. A mis órdenes.