Érase una vez una ciudad en la que por un azar del destino, se había concedido a las bicicletas la consideración de vehículo de pleno derecho, colocándolas en el centro del carril de circulación sin tener que compartir su ancho con ningún otro vehículo de cuatro ruedas.
Como no había tradición de uso como medio de transporte y a pesar del enorme crecimiento de desplazamientos en bici, resultaba aún un medio de transporte minoritario. Lo que sí existía era una antigua tradición recreativa a nivel comarcal así como unas leyes pensadas para ella que situaba las bicis próximas al borde de los caminos para facilitar el paso del resto de vehículos.
Aun así la ciudad era un ejemplo de buena convivencia difícil de encontrar en otros lugares, pocas bicis molestando a los peatones por la aceras, muy baja accidentalidad y conductores pacientes y resignados a tratar a las bicis como iguales.
Como no había tradición de uso como medio de transporte y a pesar del enorme crecimiento de desplazamientos en bici, resultaba aún un medio de transporte minoritario. Lo que sí existía era una antigua tradición recreativa a nivel comarcal así como unas leyes pensadas para ella que situaba las bicis próximas al borde de los caminos para facilitar el paso del resto de vehículos.
Aun así la ciudad era un ejemplo de buena convivencia difícil de encontrar en otros lugares, pocas bicis molestando a los peatones por la aceras, muy baja accidentalidad y conductores pacientes y resignados a tratar a las bicis como iguales.