El siguiente artículo fue escrito por Alfonso Ussía la pasada navidad. Para quienes sabemos que trasladarse en bici por la ciudad es distinto a practicar el deporte del ciclismo el texto resulta cuanto menos chocante, si no errático.
Dado que los usuarios de bici urbana son todavía escasos, lo traducimos a un idioma más fácilmente comprensible para quienes están más habituados al coche. Si han aceptado la confusión de términos entre deporte y transporte, pueden dar luego un salto y leer el original, que palidece en su denuncia del peligro al lado de nuestra versión.
El original se puede leer aquí
Pasear por Madrid se ha convertido en un ejercicio de riesgo. Los coches que amenazan a los peatones son los culpables. Ruedan a velocidad frenética. Algunos hacen carreras. Avisan con el claxon cuando el viandante ya no tiene posibilidades de evitar el atropello.
He estado a diez centímetros de ser llevado por delante por una bellísima mujer con vocación de Fernando Alonso. Para colmo, se ha sentido molesta con mi educada protesta. –No puedo volar para esquivarla, señora, no soy una becada o chocha común–. Ha oído mal, ha interpretado que le llamaba «chocha común», y a punto ha estado de salir de su auto a arrearme un guantazo.
No soy un gran aficionado al automovilismo. Sólo me interesan las carreras del Gran Premio de Fórmula 1, especialmente las del mítico circuito urbano de Montecarlo. El resto es un rollo. Personas de muy apreciable inteligencia y cultura enloquecen con el deporte de las carreras de motor. El mismo rey Juan Carlos I, por ejemplo, y Emilio Botín, al que Antonio Mingote le afeaba tan extravagante afición.
Mingote le dedicó un dibujo genial. Se veía a dos pilotos profesionales, vestidos con sus cascos dentro de sus bólidos, esperando con gran ansia en la primera fila de la parrilla de salida a que el semáforo cambiara a verde. Y por delante de ellos, una señora muy mayor cruzaba lentamente, amenazándoles con el bastón: –No se les ocurra arrancar mientras estoy cruzando, que esto no es un circuito de carreras–.
Con Pedro de la Rosa sigo al completo el Gran Premio de Hungría, ese circuito en el que consiguió subir al podio en su cercana juventud en una caótica carrera marcada por la lluvia allá por 2006. La primera vez que compitió allí, siete años antes, todo el agua que bebió para combatir el calor le jugó la mala pasada de aparecer pocos minutos antes del comienzo, sin tiempo ya de ir al baño. Como no podía salir concentrado y a gusto con tal aprieto, decidió que lo mejor era hacérselo encima. Pero jamás circuló rápido en una vía urbana.
En esta época previa a la Navidad, las grandes superficies comerciales de Madrid son espacios de alto riesgo. Para intentar llegar a Nochebuena o Reyes en perfectas condiciones físicas, es conveniente realizar las compras en establecimientos comerciales situados en zonas de tráfico restringido o calles estrechas. Jamás en centros comerciales de periferia, rodeados de aparcamientos y grandes avenidas.
Lo malo de las calles estrechas es que algún automovilista urbano lo puede interpretar como una gran avenida de periferia, y en ese caso, lo único que resta es encomendarse a la Virgen y los santos para no ser arrollado por los usuarios de los coches de ciudad. No me refiero a los que el Ayuntamiento autoriza a circular con licencia (vulgo taxis), que hay zonas por donde no hay quien encuentre, sino a los particulares, abundantes y silenciosos en el caso de los de motor híbrido.
Además, el automovilista no precisa atropellar a nadie para provocar un accidente. Un automovilista urbano que choca contra otro coche por lo normal rebota. Y es en el salto efímero del rebote cuando su vehículo puede arrollar al ciudadano portador de bolsas que contienen regalos envueltos con papeles navideños.
Se podría escribir un triste relato de Navidad al respecto, pero sería un cuento triste, una narración melancólica. La familia que se queda sin regalos por un atropello en la avenida que hay frente al Corte Inglés de Sanchinarro, que es cruce de altísima concentración de accidentes. Los coches aparcados aseguran poca visibilidad y cuando el paseante se topa con el automovilista, el golpe está asegurado. Porque el automovilista urbano no abusa del uso del claxon, que está para eso, para avisar de su llegada.
Se dice que los de «Podemos», si llegan a gobernar, están dispuestos a perseguir a los automovilistas imprudentes con severas penas de cárcel o trabajos forzados en campos de concentracion. No hay mal que por bien no venga.

Dado que los usuarios de bici urbana son todavía escasos, lo traducimos a un idioma más fácilmente comprensible para quienes están más habituados al coche. Si han aceptado la confusión de términos entre deporte y transporte, pueden dar luego un salto y leer el original, que palidece en su denuncia del peligro al lado de nuestra versión.
El original se puede leer aquí
Autódromos
Pasear por Madrid se ha convertido en un ejercicio de riesgo. Los coches que amenazan a los peatones son los culpables. Ruedan a velocidad frenética. Algunos hacen carreras. Avisan con el claxon cuando el viandante ya no tiene posibilidades de evitar el atropello.He estado a diez centímetros de ser llevado por delante por una bellísima mujer con vocación de Fernando Alonso. Para colmo, se ha sentido molesta con mi educada protesta. –No puedo volar para esquivarla, señora, no soy una becada o chocha común–. Ha oído mal, ha interpretado que le llamaba «chocha común», y a punto ha estado de salir de su auto a arrearme un guantazo.
No soy un gran aficionado al automovilismo. Sólo me interesan las carreras del Gran Premio de Fórmula 1, especialmente las del mítico circuito urbano de Montecarlo. El resto es un rollo. Personas de muy apreciable inteligencia y cultura enloquecen con el deporte de las carreras de motor. El mismo rey Juan Carlos I, por ejemplo, y Emilio Botín, al que Antonio Mingote le afeaba tan extravagante afición.
Mingote le dedicó un dibujo genial. Se veía a dos pilotos profesionales, vestidos con sus cascos dentro de sus bólidos, esperando con gran ansia en la primera fila de la parrilla de salida a que el semáforo cambiara a verde. Y por delante de ellos, una señora muy mayor cruzaba lentamente, amenazándoles con el bastón: –No se les ocurra arrancar mientras estoy cruzando, que esto no es un circuito de carreras–.
Con Pedro de la Rosa sigo al completo el Gran Premio de Hungría, ese circuito en el que consiguió subir al podio en su cercana juventud en una caótica carrera marcada por la lluvia allá por 2006. La primera vez que compitió allí, siete años antes, todo el agua que bebió para combatir el calor le jugó la mala pasada de aparecer pocos minutos antes del comienzo, sin tiempo ya de ir al baño. Como no podía salir concentrado y a gusto con tal aprieto, decidió que lo mejor era hacérselo encima. Pero jamás circuló rápido en una vía urbana.
En esta época previa a la Navidad, las grandes superficies comerciales de Madrid son espacios de alto riesgo. Para intentar llegar a Nochebuena o Reyes en perfectas condiciones físicas, es conveniente realizar las compras en establecimientos comerciales situados en zonas de tráfico restringido o calles estrechas. Jamás en centros comerciales de periferia, rodeados de aparcamientos y grandes avenidas.
Lo malo de las calles estrechas es que algún automovilista urbano lo puede interpretar como una gran avenida de periferia, y en ese caso, lo único que resta es encomendarse a la Virgen y los santos para no ser arrollado por los usuarios de los coches de ciudad. No me refiero a los que el Ayuntamiento autoriza a circular con licencia (vulgo taxis), que hay zonas por donde no hay quien encuentre, sino a los particulares, abundantes y silenciosos en el caso de los de motor híbrido.
Además, el automovilista no precisa atropellar a nadie para provocar un accidente. Un automovilista urbano que choca contra otro coche por lo normal rebota. Y es en el salto efímero del rebote cuando su vehículo puede arrollar al ciudadano portador de bolsas que contienen regalos envueltos con papeles navideños.
Se podría escribir un triste relato de Navidad al respecto, pero sería un cuento triste, una narración melancólica. La familia que se queda sin regalos por un atropello en la avenida que hay frente al Corte Inglés de Sanchinarro, que es cruce de altísima concentración de accidentes. Los coches aparcados aseguran poca visibilidad y cuando el paseante se topa con el automovilista, el golpe está asegurado. Porque el automovilista urbano no abusa del uso del claxon, que está para eso, para avisar de su llegada.
Se dice que los de «Podemos», si llegan a gobernar, están dispuestos a perseguir a los automovilistas imprudentes con severas penas de cárcel o trabajos forzados en campos de concentracion. No hay mal que por bien no venga.