«El viajero baja el último; lo que tiene que hacer,
se hace lo mismo un cuarto de hora antes que después.
También se puede dejar sin hacer; no pasa nada».
Camilo José Cela
Con frecuencia el viajero inicia un viaje cargado de mucho más que lo que sus alforjas contienen, pues no es solo la intendencia (ropas, repuestos, herramienta) lo que carga su montura. El viajero lo sabe, sabe que pesan siempre más las incertidumbres y los achaques del cuerpo que los numerosos "porsiacasos" que carga en el zurrón aún cuando son muchos los viajes que atesora. Pesa más la pereza que las herramientas que porta para arreglar un eventual fallo de su montura y, sobre todo, pesa más la inercia que todo lo demás.

Y sin embargo, el viajero sabe, porque lo sabe, que su destino es viajar, que no hay que buscar un fin a ese destino pues, el camino (Camino que el viajero con frecuencia se obstina en escribir con "C" mayúscula) es el Fin mismo, el FIN único de todo. Pues el viajero, no siempre tiene en su ruta un lugar al que llegar, sino, que, a menudo, huyendo de la prisa, camina en círculos, cual si buscara, quizá, ese tesoro que es encontrarse a sí mismo. Y cuanto mejor es ese divagar cuando éste se hace en compañía. Pues esta vez, el viajero (y sus miedos) encontraron con quien partir, al final de la jornada, unas tajadas de pan y unas cervezas. Habríamos por tanto, quizá de hablar de los viajeros, pero el viajero se avergüenza, de poner en otros lo que son sus sentimientos y solo los suyos. Siempre es el viajar algo solitario, pues en palabras de Proust "El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos." y por más que el viajero lo haga siempre en compañía de alguien, son sus ojos, redivivos, los que con cada nueva ruta descubren algo y le redimen de aquellos miedos y cuitas con las que salió.